Discurso pronunciado por José Martí, en el
que hace referencia a Simón Bolívar, en la velada de la Sociedad Literaria
Hispanoamericana el 28 de octubre de 1893, y publicado en "Patria",
Nueva York, el 4 de noviembre de 1893.
Señoras, señores:
Con la frente contrita de los americanos
que no han podido entrar aún en América; con el sereno conocimiento del puesto
y valer reales del gran caraqueño en la obra espontánea y múltiple de la
emancipación americana; con el asombro y reverencia de quien ve aún ante sí,
demandándole la cuota, a aquel que fue como el samán de sus llanuras, en la
pompa y generosidad, y como los ríos que caen atormentados de las cumbres, y
como los peñascos que viven ardiendo, con luz y fragor, de las entrañas de la
tierra, traigo el homenaje infeliz de mis palabras, menos profundo y elocuente
que el de mi silencio, al que desclavó del Cuzco el gonfalón de Pizarro. Por
sobre tachas y cargos, por sobre la pasión del elogio y la del denuesto, por
sobre las flaquezas mismas, ápice negro en el plumón del cóndor, de aquel
príncipe de la libertad, surge radioso el hombre verdadero. Quema, y arroba.
Pensar en él, asomarse a su vida, leerle una arenga, verlo deshecho y jadeante
en una carta de amores, es como sentirse orlado de oro el pensamiento. Su ardor
fue el de nuestra redención, su lenguaje fue el de nuestra naturaleza, su
cúspide fue la de nuestro continente: su caída, para el corazón. Dícese
Bolívar, y ya se ve delante el monte a que, más que la nieve, sirve el encapotado
jinete de corona, ya el pantano en que se revuelven, con tres repúblicas en el
morral, los libertadores que van a rematar la redención de un mundo. ¡Oh, no!
En calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella: ¡de Bolívar se
puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un
manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a los pies...! Ni
a la justa admiración ha de tenerse miedo, porque esté de moda continua en
cierta especie de hombres el desamor de lo extraordinario; ni el deseo bajo del
aplauso ha de ahogar con la palabra hinchada los decretos del juicio; ni hay
palabra que diga el misterio y fulgor de aquella frente cuando en el desastre
de Casacoima, en la fiebre de su cuerpo y la soledad de sus ejércitos huidos,
vio claros, allá en la cresta de los Andes, los caminos por donde derramaría la
libertad sobre las cuencas del Perú y Bolivia. Pero cuanto dijéramos, y aun lo
excesivo, estaría bien en nuestros labios esta noche, porque cuantos nos
reunimos hoy aquí, somos los hijos de su espada.
Ni la presencia de nuestras mujeres puede,
por temor de parecerles enojoso, sofocar en los labios el tributo; porque ante
las mujeres americanas se puede hablar sin miedo de la libertad. Mujer fue
aquella hija de Juan de Mena, la brava paraguaya, que al saber que a su paisano
Antequera lo ahorcaban por criollo, se quitó el luto del marido que vestía, y
se puso de gala, porque «es día de celebrar aquél en que un hombre bueno muere
gloriosamente por su patria»; —mujer fue la colombiana, de saya y cotón, que
antes que los comuneros, arrancó en el Socorro el edicto de impuestos
insolentes que sacó a pelear a veinte mil hombres; —mujer la de Arismendi, para
la cual la mejor perla de la Margarita, que a quien la pasea presa por el
terrado de donde la puede ver el esposo sitiador, dice, mientras el esposo
riega de metralla la puerta del fuerte: «Jamás lograréis de mí que le aconseje
faltar a sus deberes»; —mujer aquella soberana Pola, que armó a su novio para
que se fuese a pelear, y cayó en el patíbulo junto a él; —mujer Mercedes Abrego
de trenzas hermosas, a quien cortaron la cabeza porque bordó, de su oro más
fino, el uniforme del Libertador; —mujeres lo que el piadoso Bolívar llevaba a
la grupa, fieras indómitas de sus soldados, cuando a pechos juntos vadeaban los
hombres el agua enfurecida por donde iba la redención a Boyacá, y de los montes
andinos, siglos de la naturaleza, bajaban torvos y despedazados los torrentes.
Hombre fue aquél en realidad extraordinario.
Vivió como entre llamas, y lo era. Ama, y lo que dice es como florón de fuego.
Amigo, se le muere el hombre honrado a quien quería, y manda que todo cese a su
alrededor. Enclenque, en lo que anda el posta más ligero barre con un ejército
naciente todo lo que hay de Tenerife a Cúcuta. Pelea, y en lo más afligido del
combate, cuando se le vuelven suplicantes todos los ojos, manda que le
desensillen el caballo. Escribe, y es como cuando en lo alto de una cordillera
se coge y cierra de súbito la tormenta, y es bruma y lobreguez el valle todo; y
atajos abre la luz celeste la cerrazón, y cuelgan de un lado y otro las nubes
por los picos, mientras en lo hondo luce el valle fresco con el primor de todos
sus colores. Como los montes era él ancho en la base, con las raíces en las del
mundo, y por la cumbre enhiesto y afilado, como para penetrar mejor en el cielo
rebelde. Se le ve golpeando, con el sable de puño de oro, en las puertas de la
gloria. Cree en el cielo, en los dioses, en los inmortales, en el dios de Colombia,
en el genio de América, y en su destino. Su gloria lo circunda, inflama y
arrebata. Vencer ¿no es el sello de la divinidad? ¿vencer a los hombres, a los
ríos hinchados, a los volcanes, a los siglos, a la naturaleza? Siglos, ¿cómo
los desharía si no pudiera hacerlos? ¿no desata razas, no desencanta el
continente, no evoca pueblos, no ha recorrido con las banderas de la redención
más mundo que ningún conquistador con las de la tiranía, no habla desde el
Chimborazo con la eternidad y tiene a sus plantas en el Potosí, bajo el
pabellón de Colombia picado de cóndores, una de las obras más bárbaras y
tenaces de la historia humana? ¿no le acatan las ciudades, y los poderes de
esta vida, y los émulos enamorados o sumisos, y los genios del orbe nuevo, y
las hermosuras? Como el sol llega a creerse, por lo que deshiela y fecunda, y
por lo que ilumina y abrasa. Hay senado en el cielo, y él será, sin duda, de
él. Ya ve el mundo allá arriba, áureo de sol cuajado, y los asientos de la roca
de la creación, y el piso de las nubes, y el techo de centellas que le
recuerden, en el cruzarse y chispear, los reflejos del mediodía de Apure en los
rejones de sus lanzas; y descienden de aquella altura, como dispensación
paterna, la dicha y el orden sobre los humanos. — ¡Y no es así el mundo, sino
suma de la divinidad que asciende ensangrentada y dolorosa del sacrificio y
prueba de los hombres todos! Y muere él en Santa Marta del trastorno y horror
de ver hecho pedazos aquel astro suyo que creyó inmortal, en su error de
confundir la gloria de ser útil, que sin cesar le crece, y es divina de veras,
y corona que nadie arranca de las sienes, con el mero accidente del poder
humano, merced y encargo casi siempre impuro de los que sin mérito u osadía lo
anhelan para sí, o estéril triunfo de un bando sobre otro, o fiel inseguro de
los intereses y pasiones, que sólo recae en el genio o la virtud en los
instantes de suma angustia o pasajero pudor en que los pueblos, enternecidos
por el peligro, aclaman la idea o desinterés por donde vislumbran su rescate.
¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún
en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así
está él calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin
hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!
América hervía, a principios del siglo, y
él fue como su horno. Aún cabecea y fermenta, como los gusanos bajo la costra
de las viejas raíces, la América de entonces, larva enorme y confusa. Bajo las
sotanas de los canónigos y en la mente de los viajeros próceres venía de
Francia y de Norteamérica el libro revolucionario, a avivar el descontento del
criollo de decoro y letras, mandado desde allende a horca y tributo; y esta
revolución de lo alto, más la levadura rebelde y en cierto modo democrática del
español segundón y desheredado, iba a la par creciendo, con la cólera baja, la
del gaucho y el roto y el cholo y el llanero, todos tocados en su punto de
hombre: en el sordo oleaje, surcado de lágrimas el rostro inerme, vagaban con
el consuelo de la guerra por el bosque las majadas de indígenas, como fuegos
errantes sobre una colosal sepultura. La independencia de América venía de un
siglo atrás sangrando: — ¡ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra
América, sino de sí misma! — Así, en las noches amorosas de su jardín solariego
de San Jacinto, o por las riberas de aquel pintado Anauco por donde guió tal
vez los pies menudos de la esposa que se le murió en flor, vería Bolívar, con
el puño al corazón, la procesión terrible de los precursores de la
independencia de América: ¡van y vienen los muertos por el aire, y no reposan
hasta que no está su obra satisfecha! Él vio, sin duda, en el crepúsculo del
Ávila el séquito cruento...
Pasa Antequera, el del Paraguay, el primero
de todos, alzando de sobre su cuello rebanado la cabeza: la familia entera del
pobre inca pasa, muerta a los ojos de su padre atado, y recogiendo los cuartos
de su cuerpo: pasa Túpac Amaru: el rey de los mestizos de Venezuela viene
luego, desvanecido por el aire, como un fantasma: dormido en su sangre va
después Salinas, y Quiroga muerto sobre su plato de comer, y Morales como viva
carnicería, porque en la cárcel de Quito amaban a su patria; sin casa adonde
volver, porque se la regaron de sal, sigue León, moribundo en la cueva: en
garfios van los miembros de José España, que murió sonriendo en la horca, y va
humeando el tronco de Galán , quemado ante el patíbulo: y Berbeo pasa, más
muerto que ninguno —aunque de miedo a sus comuneros lo dejó el verdugo vivo—,
porque para quien conoció la dicha de pelear por el honor de su país, no hay
muerte mayor que estar en pie mientras dura la vergüenza patria: ¡y, de esta
alma india y mestiza y blanca hecha una llama sola, se envolvió en ella el
héroe, y en la constancia y la intrepidez con ella; en la hermandad de la
aspiración común juntó al calor de la gloria, los compuestos desemejantes;
anuló o enfrenó émulos, pasó el páramo y revolvió montes, fue regando de
repúblicas la artesa de los Andes, y cuando detuvo la carrera, porque la
revolución argentina oponía su trama colectiva y democrática al ímpetu
boliviano, ¡catorce generales españoles acurrucados en el cerro de Ayacucho, se
desceñían la espada de España!
De las palmas de las costas, puestas allí
como para entonar canto perenne al héroe, sube la tierra, por tramos de plata y
oro, a las copiosas planicies que acuchilló de sangre la revolución americana;
y el cielo ha visto pocas veces escenas más hermosas, porque jamás movió a
tantos pechos la determinación de ser libres, ni tuvieron teatro de más natural
grandeza, ni el alma de un continente entró tan de lleno en la de un hombre. El
cielo mismo parece haber sido actor, porque eran dignas de él, en aquellas
batallas: ¡parece que los héroes todos de la libertad, y los mártires todos de
toda la tierra, poblaban apiñados aquella bóveda hermosa, y cubrían, como
gigante égida, el aprieto donde pujaban nuestras armas o huían despavoridos por
el cielo injusto, cuando la pelea nos negaba su favor! El cielo mismo debía, en
verdad, detenerse a ver tanta hermosura: —de las eternas nieves, ruedan,
desmontadas, las aguas portentosas: como menuda cabellera, o crespo vellón,
visten las negras abras árboles seculares; las ruinas de los templos indios
velan sobre el desierto de los lagos: por entre la bruma de los valles asoman
las recias torres de la catedral española: los cráteres humean, y se ven las
entrañas del universo por la boca del volcán descabezado: ¡y a la vez, por los
rincones todos de la tierra, los americanos están peleando por la libertad!
Unos cabalgan por el llano y caen al choque enemigo como luces que se apagan,
en el montón de sus monturas; otros, rienda al diente, nadan, con la banderola
a flor de agua, por el río crecido; otros, como selva que echa a andar, vienen
costilla a costilla, con las lanzas por sobre las cabezas; otros trepan un
volcán, y le clavan en el belfo encendido la bandera libertadora. ¡Pero ninguno
es más bello que un hombre de frente montuosa, de mirada que le ha comido el
rostro, de capa que le aletea sobre el potro volador, de busto inmóvil en la
lluvia del fuego o la tormenta, de espada a cuya luz vencen cinco naciones!
Enfrena su retinto, desmadejado el cabello en la tempestad del triunfo, y ve
pasar, entre la muchedumbre que le ha ayudado a echar atrás la tiranía, el
gorro frigio de Ribas, el caballo dócil de Sucre, la cabeza rizada de Piar, el
dolmán rojo de Páez, el látigo desflecado de Córdoba, o el cadáver del coronel
que sus soldados se llevan envuelto en la bandera. Yérguese en el estribo,
suspenso como la naturaleza, a ver a Páez en las Queseras dar las caras con su
puñado de lanceros, y a vuelo de caballo, plegándose y abriéndose, acorralar en
el polvo y la tiniebla al hormiguero enemigo. ¡Mira, húmedos los ojos, el
ejército de gala, antes de la batalla de Carabobo, al aire colores y divisas,
los pabellones viejos cerrados por un muro vivo, las músicas todas sueltas a la
vez, el sol en el acero alegre, y en todo el campamento el júbilo misterioso de
la casa en que va a nacer un hijo! ¡Y más bello que nunca fue en Junín,
envuelto entre las sombras de la noche, mientras que en pálido silencio se
astillan contra el brazo triunfante de América las últimas lanza españolas!
... Y luego, poco tiempo después,
desencajado, el pelo hundido por las sienes enjutas, la mano seca como echando
atrás el mundo, el héroe dice en su cama de morir: «¡José! ¡José! vámonos, que
de aquí nos echan: ¿adónde iremos?» Su gobierno nada más se había venido abajo,
pero él acaso creyó que lo que se derrumbaba era la república; acaso, como que
de él se dejaron domar, mientras duró el encanto de la independencia, los
recelos y personas locales, paró en desconocer, o dar por nulas o menores,
estas fuerzas de realidad que reaparecían después del triunfo: acaso, temeroso
de que las aspiraciones rivales le decorasen los pueblos recién nacidos, buscó
en la sujeción, odiosa al hombre, el equilibrio político, sólo constante cuando
se fía a la expansión, infalible en un régimen de justicia, y más firme cuanto
más desatada. Acaso, en su sueño de gloria, para la América y para sí, no vio
que la unidad de espíritu, indispensable a la salvación y dicha de nuestros
pueblos americanos, padecía, más que se ayudaba, con su unión en formas
teóricas y artificiales que no se acomodaban sobre el seguro de la realidad:
acaso el genio previsor que proclamó que la salvación de nuestra América está
en la acción una y compacta de sus repúblicas, en cuanto a sus relaciones con
el mundo y al sentido y conjunto de su porvenir, no pudo, por no tenerla en el
redaño, ni venirle del hábito ni de la casta, conocer la fuerza moderadora del
alma popular, de la pelea de todos en abierta lid, que salva, sin más ley que
la libertad verdadera, a las repúblicas: erró acaso el padre angustiado en el
instante supremo de los creadores políticos, cuando un deber les aconseja ceder
a nuevo mando su creación, porque el título de usurpador no la desluzca o ponga
en riesgo, y otro deber, tal vez en el misterio de su idea creadora superior,
les mueve a arrostrar por ella hasta la deshonra de ser tenidos por
usurpadores.
¡Y eran las hijas de su corazón, aquellas
que sin él se desangraban en lucha infausta y lenta, aquellas que por su
magnanimidad y tesón vinieron a la vida, las que le tomaban de las manos, como
que de ellas era la sangre y el porvenir, el poder de regirse conforme a sus
pueblos y necesidades! ¡Y desaparecería la conjunción, más larga que la de los
astros del cielo, de América y Bolívar para la obra de la independencia, y se
revelaba el desacuerdo patente entre Bolívar, empeñado en unir bajo un gobierno
central y distante los países de la revolución, y la revolución americana,
nacida, con múltiples cabezas, del ansia del gobierno local y con la gente de
la casa propia! «José! José! vámonos, que de aquí nos echan: ¿adónde
iremos?»...
¿Adónde irá Bolívar? ¡Al respeto del mundo
y a la ternura de los americanos! ¡A esta casa amorosa, donde cada hombre le
debe el goce ardiente de sentirse como en brazos de los suyos en los de todo
hijo de América, y cada mujer recuerda enamorada a aquél que se apeó siempre
del caballo de la gloria para agradecer una corona o una flor a la hermosura!
¡A la justicia de los pueblos, que por el error posible de las formas,
impacientes, o personales, sabrán ver el empuje que con ellas mismas, como de
mano potente en lava blanda, dio Bolívar a las ideas madres de América! ¿Adónde
irá Bolívar? ¡Al brazo de los hombres para que defiendan de la nueva codicia, y
del terco espíritu viejo, la tierra donde será más dichosa y bella la
humanidad! ¡A los pueblos callados, como un beso de padre! ¡A los hombres del
rincón y de lo transitorio, a las panzas aldeanas y los cómodos harpagones,
para que, en la hoguera que fue aquella existencia, vean la hermandad
indispensable al continente y los peligros y la grandeza del porvenir
americano! ¿Adónde irá Bolívar?... Ya el último virrey de España yacía con
cinco heridas, iban los tres siglos atados a la cola del caballo llanero, y con
la casaca de la victoria y el elástico de lujo venía al paso el Libertador,
entre el ejército, como de baile, y al balcón de los cerros asomado el gentío,
y corno flores en jarrón, saliéndose por las cuchillas de las lomas, los mazos
de banderas. El Potosí aparece al fin, roído y ensangrentado: los cinco
pabellones de los pueblos nuevos, con verdaderas llamas, flameaban en la
cúspide de la América resucitada: estallan los morteros a anunciar al héroe —y
sobre las cabezas descubiertas de respeto y espanto, rodó por largo tiempo el
estampido con que de cumbre en cumbre respondían, saludándolo, los montes. ¡Así
de hijo en hijo, mientras la América viva, el eco de su nombre resonará en lo
más viril y honrado de nuestras entrañas!
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